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PRÃNCIPES Y CRIADOS

La vida nos clava a veces durante horas en un fregadero, nos regala la oportunidad de entrenarnos en un ejercicio de suprema humildad. No conviene creernos ningún papel, porque tan pronto te sientas a la lujosa mesa, como te toca servirla.

Éramos unos mocosos que apenas llegábamos a la mesa, pero las sirvientas se nos acercaban con cofia, uniforme y guantes blancos. En la enorme cocina se afanaban las cocineras, pero apenas nos permitían asomarnos a los grandes fogones. No abrigo nostalgia de aquellos lejanos domingos en la casa de la abuela en esa Donostia aún sin revolver y algo rancia. Sin cofia, sin guantes blancos, ni particular protocolo, ahora yo soy el que sirvo. La vida juega a cambiarnos los papeles para desapegarnos de ellos, para no tomarnos ninguno particularmente en serio.

Nací en un entorno privilegiado, pero hoy pasé varias horas limpiando platos ajenos. La vida da muchas vueltas y es preciso que las vaya dando. Es preciso que los servidos seamos sirvientes y viceversa. Si todo ello acontece en una vida, seguramente te asiste cierto privilegio.

En esta encarnación debía necesitar alguna experiencia que derrotara orgullo y petulancia. Como bien apuntaba Ghandi, a todos nos conviene el trabajo manual. Rebaja los humos intelectuales. Yo los debía tener en exceso, pues paso mucho tiempo con el delantal frente a la fregadera. Debería de estar agradecido a Dios y a la Vida que me concede la oportunidad de empezar a sanar con el trabajo manual de servicio pretérita soberbia. A Dios gracias mi fregadera de los fines de semana en la que se apilan montañas de platos, dispone de una ventana que da al encinar.

Resulta además que ayer, al igual que el resto de los días de trabajo, el agua estaba caliente y corría alegre por mis manos. Resulta que el sol del atardecer vino a buscar mi rostro tras la ventana y que el grupo había partido alegre a sus lugares de destino, satisfecho de haber disfrutado un menú vegetariano que le ha proporcionado pautas y sugerencias de vida natural. Resulta que todo ese intenso trabajo era necesario era para caminar por el mundo con sencillez, para no creerte más que nadie.

Resulta que ahora tengo la semana libre para perderme en esta y en infinidad de páginas en blanco; que ayer disfruté tanto con el agua caliente resbalando sobre mis manos, como ahora posando éstas sobre el teclado. El truco era aceptar el presente, honrar el instante ya con los guantes de goma, ya sentado frente al mantel de impoluto lino; agradecer infinitamente que el sol de la tarde en invierno se entretuviera acariciando tus ojos.

Cuando calzo el delantal suelo pensar en mi abuelo paterno. ¿Qué pensará aquel prohombre donostiarra de este nieto que se escondió en una aldea perdida, que no culminó sus estudios, que no levantó el nombre y que ahora friega los platos de los excursionistas? ¿Qué pensará el que se codeó con el rey del momento, el que inmortalizó el apellido con esa popular barandilla que rodea la Kontxa, el que recibió condecoraciones que aún guardamos, de ese nieto que friega, barre y sirve para sacarse la vida? Espero me sepa comprender desde la, ojalá, alta “barandilla†celeste a la que ahora se asoma.

Está bien no creernos nada, sobre todo mantener en un lugar u otro, la mente presente y agradecida, la voluntad de ser útiles, de contribuir al mundo, de hacer de una u otra forma más felices a los demás. Está bien en una misma vida ser lo uno y lo otro, príncipe y vasallo, servidor y servido; está bien jugar con conciencia nuestra entrega en la tierra, a sabiendas de que nuestro destino es alguna suprema "barandilla", allí arriba junto a las estrellas.

 
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